jueves, 24 de enero de 2008

Marcar territorio



Me hice la pichi encima otra vez y mi mamá me pegó. Que por qué me ORINO en la cama? Pues porque me da miedo ir al baño. Está muy lejos y en el camino hay mostros y brujas que no quiero ver. Así de simple. Y si mojo mi cama, no hay problema me arrimo a donde esté seco. (esa era yo a los ¿5, 6 años?).

***
Una noche desperté asustada soñando con truenos y olía a plástico quemado. Mi casa estaba a oscuras. De repente mi mamá se apareció con una vela encendida y me ordenó que bajara de la cama con cuidado. Cuando lo hice me explicó que mi pilita había llegado al tomacorriente y que había ocasionado un corto circuito general. Lejos de que me dé miedo, me sentí extrañamente poderosa: “He generado un cortocircuito general”.

Luego mi mami me explicó que lo sucedido era peligroso y que me iba a extrañar mucho si me moría electrocutada. Entendí pero no dejé de mojar mi colchón. Así que mi mamá adoptó una medida drástica (con ella misma) pues se ofreció a acompañarme al baño cada vez que tuviera ganas de catabolizar mis líquidos. Acepté.

Era rico dormir con la cama seca. Por cierto, me compraron un colchón nuevo. También era rico no escuchar las burlas de mi hermano: “se orina en la cama, se le cae la gelatina, no se cambia sola”. Para entonces todavía se me caía la gelatina y no me vestía sola. Igual era una burla menos.

Con este recuerdo caigo en cuenta de que quizá algo de instinto ¿canino? de territorialidad y pertenencia habría aflorado en mi subconsciente infantil. Posiblemente, pues mi hermano mayor era el Sr. Feudal de aquella habitación y yo no hacía más que delimitar mi pequeña parcela con pilita.

Claro que al cabo de algunos años aprendí otras formas de atribuirme pertenencias: un sticker con mi nombre en mis útiles escolares, un dibujo especial en mi taza de café, las iniciales RB al final de una nota periodística, una mordida en la cabeza de los lápices y lapiceros etc. etc. etc.

Quizá porque sabernos poseedores de algo es lo que nos conecta con el mundo?

martes, 22 de enero de 2008

Mi abuelo


Un día como hoy se encontró mi soledad con el recuerdo de uno de los más maravillosos seres humanos que pude haber conocido. Su sonrisa era un antídoto de la pena. ¡Su abrazo!...nada mejor que aquello. Recuerdo su voz ronca y dulce a la vez, (y todo en él era tan dulce que le hacía daño). Y sus palabras...simples pero sabias siempre estaban teñidas de una particular filosofía.

La última semana que lo vi fue diferente a todas. Esa semana no hubo helados en el Tip Top ni compras en Oeschle. En casa olía a tristeza mientras él descansaba, muy cansado, en cama.

Un día -de esa semana- me llamó, con el mismo tono y cadencia como cuando salíamos a pasear, usando el mismo apelativo "¿Mamachita?" Corrí hacia él. Me enojé al encontrarlo recostado en la cama, somnoliento. Yo esperaba verlo de pie con las llaves del auto, listo para salir, pero él seguía recostado. (Es que los niños, siempre tan exigentes con los adultos, no toleramos el cansancio, ni la enfermedad como excusa para no llevarnos a pasear, jugar o a comer helados).

Entonces me acerqué y me abrazó muy fuerte. Me dijo que iba a viajar y que no sabía cuándo regresaba porque iba a buscar para mí el regalo más lindo del mundo. Me entusiasmé, aunque no lo suficiente como para responder con otro abrazo, tan cálido como el que me dedicaba. Porque sabía que sentiría su ausencia y que lo iba a extrañar.
Retomé entonces la idea de que no saldríamos de paseo. Me volví a enojar, me zafé de su abrazo y me fui.

Han pasado 21 años de aquello y no hay forma de evitar que los ojos se me llenen de lágrimas cuando recuerdo su mirada amorosa en su breve despedida. Breve a causa mía, porque no entendía que se iba para siempre. No entendía que en sus simples palabras me explicaba sabiamente que la muerte era un viaje, y que el deseo más grande de los seres amados es reencontrarse en otro lugar...tal vez en otra vida. Esa era su filosofía. Así lo explicó a una niña de 5 años y así lo entendí, finalmente.

martes, 8 de enero de 2008

Mil Pastillas




De pronto aparezco tendida en mi cama mirando el techo sin poder siquiera hablar. El mínimo movimiento me causa un dolor de púas en la cabeza. El ojo derecho lo puedo apenas abrir. "¡Mamá! ¿vienes a verme?", mi independencia, al tacho. Le hablo a mi cuerpo y le digo: ¡sánate! Quiero mi rutina de oficina de vuelta. Porque este estado de suspensión es intolerable.

Mamá llega con indicaciones del doc quien receta más pastillas y ordena que le regale una muestra de mi jugo vital a un señor Laboratorio para que me diga de qué tipo son los alienígenas que se apoderaron de mi cuerpo: ¿de Plutón?
Náuseas, más dolor, "mamá no puedo caminar", mi seguridad al tacho también. Haciendo caso del doc bebo los venenos contra alienígenas y me sumerjo en profundo.

Despierto y mamá a mi lado "ya pasará". El líder de la pandilla alienígena: Zóster magnus malevolus, da un paso atrás. Vuelve el apetito. Puedo pararme. Me miro al espejo y pienso: perverso zóster atacaste justo en el punto débil de máxima vanidad femenina y tengo apenas medio rostro.

Mi triste realidad es de cara fea y cuerpo inútil frente al espejo. El zóster es un virus que ataca ante baja de defensas o "stress emocional", puede atacar la vista. (Por cierto, mis ventanas están a salvo según dijo el oftalmólogo y así pasé la peor parte).

Mamá dice que el cuerpo necesitaba un descanso de todo. "Mente cuerpo y alma en sintonía, uno adelante del otro, no. Todos juntos". (Curioso, me han recetado 7 tipos de pastillas y unas gotas en horarios diferentes, no en sintonía unas van antes de las otras. ¡Soy la mujer pastilla!)

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Doc dice que no más de una hora frente a la pantalla de lo que sea.
Doc dice que me relaje.
Doc, que tome esta u otra pastilla,
Que, "descansa una semana", "te veo el sábado".

Al final, esta se habría convertido en la prueba más dura de paciencia que me hubiese asignado la vida. La de no hacer todo lo que me gusta y tomar lo que más odio: mil pastillas.